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La belleza y la palabra. Crónica del concierto de Loquillo en el Palacio de Congresos de Zaragoza.

Primero apareció Gabriel Sopeña en el escenario para crear un clima cómplice que fue in crescendo a medida que se acercaba a algunos temas clásicos. Sopeña es, claro, un poeta, pero también un filósofo. El pensamiento más elevado fue abriendo el camino a “Julia Reis” –del estimable poeta jerezano José Mateos–, para desembocar en la mítica “Cass” o en “Apuesta por el Rock and Roll”. Sopeña, el hombre que respira detrás del último Loquillo, supo ganarse al público en una partida jugada a medias entre su voz y su oficio en la guitarra acústica, por un lado, e inteligentes dosis de humor, por otro. Recordó a Félix Romeo, que abandonó tan pronto una ciudad que lo necesitaba tanto.

Todo estaba preparado para recibir a un José María Sanz que arrancó recreando el ambiente de aquel Balmoral, que dio título y coherencia a su anterior disco. Fue el concierto de anoche un auténtico recital poético, una clase magistral en la que el músico barcelonés quiso dedicar unos segundos, antes de cada interpretación, a situar en su ámbito temporal y literario cada uno de los poemas. Y, tal y como anunció, por allí pasó una muestra de la mejor poesía española, europea y latinoamericana, directamente o sobrevolando: Luis Alberto de Cuenca, por supuesto, sobre cuya obra se ha levantado el último trabajo de Loquillo, pero también Bernardo Atxaga, Cesare Pavese, John Keats, Jaime Gil de Biedma, Georges Brassens y Paco Ibáñez, Mario Benedetti, Blas de Otero o Juan Eduardo Cirlot.

Los poemas de “La vida por delante” y de “Con elegancia”, que ya fueron en su día magistralmente musicados por Gabriel Sopeña, se mezclaron con los últimos de “Su nombre era el de todas las mujeres”, sin olvidar canciones que ya se han convertido en himnos y declaraciones de principios, como la versión de “La mala reputación” o “El hombre de negro”, que pusieron al público en pie.

Con “Brillar y brillar” volvió Sopeña al escenario, mano a mano. Y tanto él como Igor Paskual aparecieron para acometer ese cuerpo a cuerpo que Loquillo y Sopeña entablaron un día con el maestro Jacques Brel, ese “Con elegancia” que salió tan lleno de dignidad y trabajo bien hecho.

El Palacio de Congresos de la Expo no es el mejor espacio para un concierto como el que se vivió ayer en Zaragoza; un sitio demasiado desangelado que hacía pensar en las posibilidades que habría dado un lugar como el Teatro Principal, con un par de días en cartel, por ejemplo. Sin embargo, las dificultades que imponía ese “hospital de la música” –según la expresión feliz de Pedro Popker, que se encontraba entre el público– no fueron ningún obstáculo para un Loquillo que tuvo algo, aunque cueste creerlo, de bailarina de ballet, de mimo, de torero o de samurái o de Edith Piaf chante à l’Olympia. El Loco ha hecho un trabajo teatral, un entrenamiento gestual, digno de reconocimiento y los movimientos afilados y tajantes que son marca de la casa, y que aparecieron brevemente cuando el guión los exigía, se vieron sustituidos a lo largo de casi todo el concierto por sugerentes dibujos con un juego de brazos que hacía que lo que en otros hubiera significado exceso de histrionismo o invitación a la burla fuera en él un ejercicio de mimetización con lo cantado. Un tour de force, en definitiva, que hacía aparecer como más extraterrestre todavía a algún tipo que pensaba que seguía delante de Los Trogloditas.

Loquillo fue sincero con el público, confidente, agradecido, hábil en el manejo del humor, en una Zaragoza en la que se cerraba una etapa, en un mundo que anda desorientado y a la deriva y para el cual se atrevió a recomendar la belleza como medicina, lo necesario frente a lo fugaz, la poesía como esa arma que sigue estando –ayer lo comprobamos– cargada de futuro.

ENRIQUE CEBRIÁN ZAZURCA

Rebajas Javier Krahe: 2X1

FOTOS: María Lanuza Lago

Con cuarenta y dos minutos de retraso con respecto a la hora prevista (ya te vale, Krahe), subía éste al escenario del bar El Zorro para dar comienzo al segundo de sus dos conciertos en la capital zaragozana. Y lo hacía preocupado por haberse olvidado su “maleta de cantautor”, en la que guarda la armónica de la que suele acompañarse en varias de sus canciones y cuya ausencia lo llevó a gesticular e imitar su sonido en algún momento. De esa manera, la música quedaba reducida al contrabajo (Fernando Anguita), clarinete (Andreas Prittwitz) y guitarra (Javier López de Guereña). Sin olvidar su mítico –ya desde los tiempos de La Mandrágora– mirlitón o pito de carnaval (gracias, Google), aunque sólo hizo uso de él en una ocasión.

Es evidente que, en Krahe, importa más la letra que la música (mucho más, incluso, que en otros cantautores). Pero qué fácil es decir esto cuando uno también compone músicas tan buenas y cuenta con unos músicos tan extraordinarios como los que acompañan a este autor. Porque, para que esas letras desplieguen todas sus capacidades, se necesita una melodía que se ajuste como un guante y que no chirríe, para impedir así que una canción se convierta en una cosa grotesca y deslavazada. Y aquí la música, sin alharacas y como de puntillas, cumple a la perfección con este cometido y es el asiento sobre el que descansan las letras. Algo todavía más difícil de lograr cuando uno hace una cosa no muy distinta a un spoken word con fondo musical. Y es que… ¡qué magníficas son las letras de Javier Krahe! Sí, ya sé que esto es un topicazo y que se espera más de la crónica de un concierto, pero ya es hora también de que se diga que los tópicos, la mayoría de las veces, lo son porque encierran verdades como puños. Y éste es, sin duda, uno de esos casos y por eso no debe dejarse de repetir que Krahe escribe unos textos redondos. Y, por seguir con los lugares comunes, no hay que dejar tampoco de resaltar la ironía, el absurdo y el humor de las letras: porque todavía nadie en España ha llegado a igualar en esto a este cantautor, heredero de Georges Brassens y de Leonard Cohen y, a la vez, tan distinto de ambos. Aparte de lo ya dicho, el estilo literario de Javier Krahe hace uso de la aposición, las oraciones subordinadas y el paréntesis; del uso poético de temáticas antipoéticas y de un lenguaje exprimido y llevado hasta sus límites, retorcido en juegos de palabras en los que se calibra su medida como poeta.

De todo esto pudimos disfrutar la gente que –con tubos y botellines de cerveza en la mano– llenábamos El Zorro, lugar perfecto para conciertos de calidad y no multitudinarios. Krahe contaba con un público ganado de antemano y sabía del buen efecto que causaría su estilo serio y burlón a un tiempo, su papel de hombre cansado y arrítmico. Al cantar y también al hablar, ya que Javier Krahe hace doblete. Porque casi igual de importantes que las canciones son, en sus conciertos, las explicaciones de las mismas, sus introducciones y reflexiones (su disco Cábalas y cicatrices es un buen ejemplo de esto: teniendo su origen en unos conciertos dados en el madrileño Café Central, estas intervenciones habladas constituyen el mismo número de pistas que las correspondientes estrictamente a los temas). Krahe hilvana sus ocurrencias confeccionando, a la postre, hilarantes y disparatados soliloquios, que el público celebra tanto como las canciones y que son un soplo de aire fresco en unos tiempos en los que cualquier imbécil trata de hacer eso tan difícil que es un monólogo. Y esto, que es algo extraordinario, parece que, al estar en el mes de enero, no nos extraña tanto. Quizás creamos que a Javier Krahe le ha dado por sumarse a las rebajas y quizás lleguemos a ver como algo normal (aunque, por desgracia, no lo sea en absoluto) el que, por el precio de una entrada, tengamos un 2×1, una liberadora explosión de humor y de inteligencia por partida doble.

Enrique Cebrián Zazurca

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